aquella luna

Hace más de diez años eché a rodar una luna de papel. Hoy, bajo la luz de otra luna, quise rescatar del olvido a aquella.

Mi foto
Nombre: virgi

Emerjo del mar. Voy escondiendo mi ser acuático hasta adquirir apariencia de mujer, pero en cada encuentro me invade la ola que fui. Me acerco y me alejo como las mareas y me pregunto qué color tendrá la quietud. Muchos miran el mar y respiran calma, así miro yo la tierra en busca de un minuto de paz.

lunes, enero 03, 2005

por la flor

“He reducido el mundo a mi jardín,
y ahora veo la inmensidad de todo lo que existe.”
Antoine de Saint Exupéry (El principito)


No es un yuyo. Se equivoca quien piensa que es una planta que puede crecer sola: requiere sudores y desvelos. Pero si usted busca amaneceres ninguna le dará tantas satisfacciones como ésta.
El primer cuidado sin duda es el suelo. Al final, es la base de todo. Un buen suelo es el resultado de un largo proceso en el que se entremezclan la tierra y la intemperie: viento, lluvia, calor, son componentes tan indispensables como el amor, la protección y el respeto. Lo que habrá que quitar del terreno son las raíces muertas: el rencor y la amargura sólo serán escollos en el crecimiento.
El segundo paso es la semilla: debe tener espacio para guardar nuestros más bellos momentos, cada uno de esos instantes inolvidables que pueblan nuestra memoria con la persistencia de la brisa. El hueco en la tierra donde anidará lo haremos con nuestras propias manos, pero la semilla no debe introducirse a mucha profundidad porque podría perder la orientación. La relativa cercanía del aire y la posibilidad de respirar le impulsarán a buscar la luz.
Nuestro trabajo por unos días será ejercitar la paciencia y la confianza, con la generosidad de aquellos maestros que reconocen cuándo sus alumnos deben hacer las cosas por sí mismos. El primer atisbo de verde será la señal de que podemos continuar.
Algunas plantas necesitan ser guiadas. En ese caso utilizaremos una varilla de madera impregnada de nuestros sueños más irrenunciables: las ilusiones fomentan las ganas de crecer.
Falta aprender cuándo es necesario regar. Lo mejor, nuevamente, es utilizar las manos. El contacto con la tierra nos hablará de la sed. Es bueno saber que cada planta es única y por lo tanto, debemos atender a sus necesidades sin preconceptos. Nada la fortalecerá tanto como saber que puede ser ella misma.
Es posible que variadas plagas quieran impedir su crecimiento. Hay que reconocer que es transformadora, peligrosa para los que quieren que todo siga igual. Sin embargo, si nos aseguramos de que le llegue el calor de la sonrisa, el fuego de los gestos solidarios y el pan compartido, las plagas desaparecerán como el hielo al rayo del sol.
Y no lo digo yo, lo dicen los expertos en los jardines del alma: en cada corazón que siga estas sencillas instrucciones, no lo dude, la planta de la esperanza se convertirá en flor.
Que el próximo año nos encuentre sembrando. Juntos, de algún modo.

quemadura que madura brasa que abraza

El auto estuvo ahí, casi en la esquina, durante semanas. Quizás usted lo recuerde: se deterioraba sin prisa entre el indiferente paso de peatones, autos, lluvias y smog. Poco a poco se fue convirtiendo en una parte más del pavimento, en otro elemento del paisaje invernal . Hasta que los hechos que se sucedieron, me forzaron a buscar ese invisible hilo que une todas las cosas que (nos) pasan.
Una mañana, muy temprano, descubrí a un hombre durmiendo acurrucado en el asiento de atrás del coche. Día tras día me fui acostumbrando a verlo, entregado a sus sueños o a sus pesadillas, tapado con un saco viejo y rotoso. Pelo largo, canoso, barba desprolija. Un hombre abandonado en un auto abandonado. Una tarde lo vi salir del supermercado: llevaba puesto el saco y cargaba una bolsita de la que sobresalía un pan largo. Cuando pasó a mi lado, pude ver que había también un cartón de leche y ¡un frasco de desodorante de ambientes! La imagen me desconcertó: un hombre inventándose un hogar en medio del desierto. Sin embargo, ya casi lo había olvidado cuando ocurrió el segundo suceso. Fue después de una noche helada y tormentosa, que al pasar junto al cada vez más desvencijado vehículo observé que el asiento trasero ahora albergaba a dos hombres. El nuevo tenía un físico más pequeño que el otro, parecía más joven y por alguna razón se me hizo que no llevaba mucho tiempo sin rumbo. El viejo había extendido su abrigo y con las mangas estiradas como si fuera un abrazo, el mismo saco intentaba cubrirlos a los dos.
Sobre el hecho final no puedo decir casi nada, porque no lo presencié: un par de días después, el auto amaneció quemado. Incendiado. Era imposible no hacer foco en ese esqueleto negro y era inevitable sentir desolación, esa especie de dolor del que siempre nacen preguntas.
Nunca pude enterarme si el destino de aquel hombre permaneció unido al del auto. Quizás alguien lo sepa. De todos modos, a mí se me ocurre que él sigue andando, que en algún lugar, más allá de sus adversidades, sigue tomando ese mágico remedio para las penas que es tender/se una mano. Por los agujeros de la soledad y la intemperie se desliza a veces, el profundo sentido de las cosas. Quizas nuestro cada vez más desmantelado mundo pueda convertirse en un hogar para todos si, aún inmersos en cualquier forma de pobreza, todavía somos capaces de ese gesto simple e infinito de abrigarnos, de cobijarnos, los unos a los otros.

equipaje

El camión abrió su puerta trasera y como las cuentas de un collar roto, se fueron desenhebrando sillas, colchones, heladeras, plantas y canastos desbordantes. Todo lo que antes formaba parte de una trama personal o familiar, ahora se exhibía deshilachado, con un aire triste de exilio. “Como si supieran que no hay regreso”, pensé.
Siempre me dieron pudor las mudanzas ajenas, esa exposición de la intimidad, la historia, los secretos de una morada que fue.

Cuando la idea de la mudanza empezó a rondarme, reaparecieron los rincones más lejanos de la casa, escondidísimos vericuetos de los muebles, estantes olvidados en lo alto de una pared, que me franquearon la entrada a un universo de cosas rotas. Un reloj detenido, un velador sin luz, un adorno partido, una cajita de música con años de silencio y una guitarra sin cuerdas, irrumpieron como restos de diferentes naufragios que esperan sobre la arena quien los despida o los recoja. Arrastrando su página de historia, apareció también una carta que nunca envié, un poema en papel de chocolate fechado 1975 y sin firma (un desafío a mi memoria que, ya se ve, no es tan buena ), un carusita de los tiempos en que fumar no parecía tan malo, una almohada descosida que quizás estalló de albergar tanto insomnio, rezo y pesadillas. Otro inventario se fue desencadenando, otro color de cosas rotas: sueños inconclusos, asuntos postergados, heridas abiertas. Desplegados en el piso del alma los resabios de tanta pérdida y ruptura, tuve que encarar el artesanal trabajo de construir para cada uno su lugar en el presente. De tal modo que algunos objetos reparé y algunas palabras pendientes dije, antes de que fuera tarde. Lloré por última vez un amor que no alcanzó, pero guardé sus cartas y su canción. Algunas cosas tiré y junto con ellas, envié al olvido unos cuantos episodios que no valía la pena almacenar. Descubrí que varios sueños todavía tenían alas y sólo esperaban un poco de aliento para emprender el vuelo. Y más de una herida conservé, porque de ellas aprendí cosas de valor.
Y le cuento esto porque ayer, me topé con el lento desfile de otra mudanza y me pareció ver ( no estoy segura) en la semioscuridad del camión, una bandada de fantasmas jugando y riéndose entre las sogas y las mantas. Entonces intuí que, en ese viaje, sólo se habían embarcado aquellas sombras del pasado capaces de alumbrar la oscuridad, aquellas huellas que pudieron tomar forma de pasos. Y esta vez pensé que en la valija del alma, alguien había sabido guardar, de su historia, lo mejor.

un lugar

Un lugar que siempre está de la vereda del sol
Un lugar de café y cigarrillos
De cartas, de noches largas
Y pájaro en el nido.
Un lugar de bienvenidas
De rincones conocidos
Que nos permiten desplegar
Las pantuflas del alma sin tapujos.
Un lugar donde la risa es un puente fácil
Y la confianza un sol que abriga,
Donde errores y ausencias
Nos son perdonados,
Donde las horas rescatan
Palabras del olvido
Y acunan por igual esperanzas,
Jirones y delirios.
Un lugar donde cobijamos nuestros miedos
En fraterna convivencia
Con miserias y grandezas,
Resistiendo imperturbables
Las doce campanadas del misterio.
Un lugar que atesora en sus cajones
Amores, delantales, banderas
Guitarras y partidas
Que fueron historia y que fueron quedando...
Un lugar donde compartimos
Nuestras mayores posesiones materiales:
Nuestra almohada, nuestro mate,
Nuestra radio, nuestras fotos...
Un lugar como escudo y amparo
Con el que atravesamos
Más de una tormenta helada
Mas de una zona peligrosa
Un lugar que late
En la lágrima que desborda
Y en la carcajada de fiesta,
En nuestras secretas torpezas
Y en románticos disparates.
Pero sobre todo late
En nuestro tibio pan de cada día.
Ese lugar
Es un Amigo.


A los buenos amigos
A Isa y Laura, mis más largamente amigas
A Claudia, mi amiga más reciente
A mis amigos futuros
Y a mis tres hermanos, mis amigos primeros.

palabras

Venimos de un mundo en el que no se precisa de letras y nacemos a un mundo de palabras. En cierto modo su existencia nos toma desprevenidos. Entre llantos y balbuceos, aprendemos lentamente su significado y empezamos a utilizarlas para lograr que ciertas cosas ocurran, para enterar a los demás de lo que nos pasa.
A medida que el tiempo transcurre, la palabra crece con nosotros. Cada vez elegimos mejor cuál usar en cada momento, y nuestro repertorio se va abriendo como un capullo. Comienzan a tener más peso unas que otras, mientras les cargamos pedacitos de historia que van cambiando su color y su sabor: hay palabras dulces hasta empalagarse, hay palabras ásperas que lastiman, hay palabras ausentes que dejan marcas.
Cuando la infancia se va transformando en recuerdo, descubrimos palabras más grandes, que antes no tenían significado para nosotros. El amor tiene los ojos color caramelo; la amistad, el olor del café, y los sueños se despliegan inmensos como banderas. Los capullos son fotos viejas, las palabras florecen.
Un par de desilusiones después, aprendemos que no siempre son lo que aparentan, que pueden actuar como la guarida de la nada, la fachada que esconde una palabra distinta que no se dice. La realidad nos invade casi hasta ahogarnos, pero el río sigue su curso. La flor ha perdido algunos pétalos, pero con el nacimiento de nuestros hijos el sentido de la palabra se corporiza: cada porrazo, cada dolor se alivia ante la presencia soberana de la explicación de lo que pasa, cada letra se derrama como un bálsamo que disipa el desconcierto. Y recuperamos la fe en la palabra, que habíamos perdido.
Lleva un tiempo más todavía comprender que entre la palabra que dice y la palabra que esconde, entre la palabra plena y la palabra hueca, entre la palabra consuelo y la palabra dura, se erigen calladamente los grandes momentos en que ninguna alcanza. Porque no hay palabra que pueda describir el puente que construye la mirada, ninguna palabra está a la altura de la lágrima que se desliza en una despedida, no puede de ningún modo explicarse el beso o definirse el calor del abrazo. Esos instantes que anidarán eternos en algún lugar de nuestra memoria, están inundados del aroma de todo lo que no hace falta decir. Quizás el mejor homenaje a las palabras sea echar a volar cada día, un poco, de esos silencios.

uno en el universo

Siempre me llamaron la atención los que van despacio por el mundo. Me parecía que poseían algún secreto, algún extraño saber que les permitía no correr, no apurarse, no necesitar llegar primero.
Porque vivir en Buenos Aires se parece bastante a manejar un auto en el que tenemos control del volante pero no del acelerador: andamos a la velocidad del rayo y ni siquiera nos damos cuenta. Apenas uno abre los ojos (o los oídos, si uno se despierta con la radio) ya salta de la cama como si fuera tarde. Empieza a acumular preocupaciones, porque gracias a la “información” no hay ningún desastre sobre la tierra que nos sea evitado (aunque nuestro ámbito de acción para mejorar el mundo no sea mayor que las distancias que recorremos diariamente). Y uno tiene una agenda que excede las horas del día y de la noche, con lo cual correr es inevitable y también es inevitable no llegar nunca.
Así las cosas, me encontré un día haciendo tiempo: un trámite frustrado me proporcionó una hora libre y casi impensadamente me encontré en el Parque Centenario. Sentada en un banco empecé a sentir, por encima de las voces y los ruidos, el silencio de la tarde. Fui testigo entonces de un encuentro y una despedida: ese momento casi misterioso, en el que el día se aleja paulatino y la noche, imperceptible, avanza.
El sol brillaba todavía entre las hojas de los árboles mientras asistía al despliegue de una luminosidad plateada y azul, como un manto que iba descendiendo suave, y me iba apaciguando, me iba contagiando minuto a minuto, calma y lentitud. Finalmente, hubo un instante en el que algo inasible indicaba que la luz del sol definitivamente había terminado. La noche derramada lo inundaba todo.
Y creo que develé el secreto: entendí que las cosas importantes ocurren sólo irreversibles y lentas. Que lentamente se construyen los grandes amores, y lentamente transcurren las ausencias. Que lentamente la erosión desgasta la roca y lentamente la semilla se transforma en flor. Y que nada verdadero y definitivo pudo ser hecho con prisa.
Si usted encuentra un rincón donde pueda ser testigo y parte del crepúsculo, le prometo que esa hora especial lo desbordará de una paz infinita. Suavemente se le aliviarán las penas del alma y el corazón latirá como recién nacido. Porque si uno se detiene a mirarlo, el mundo siempre puede verse de otra manera. Sobre todo cuando uno toma el tiempo en sus manos y la vida le regala un fragmento de eternidad.

Reflejos

Una gota pequeña en la inmensidad de los recuerdos transcurre sus días en un ovalado espejo de Barracas. Ese lago quieto, cercado por un marco de madera lustrada y estilo provenzal, fue el escondite de mi mirada hace ya casi cuarenta años. Sé que en sus profundidades todavía habita una niña demasiado vulnerable, con una irrefrenable tendencia a ensimismarse, pero también con esa infantil habilidad para pasar de la desesperación a la alegría con la velocidad del rayo. Una niña con miedo a la oscuridad, a las tormentas, y a las tormentas de la oscuridad.
Un espejo de menor calidad, con manchas como nubes grises que testimonian su antigüedad, quedó anclado en Tucumán y Ríobamba, en el cuarto de una pensión, muy concurrida por lo que hoy se llama “extranjeros indocumentados”, y que en ese entonces nos granjeaba el honor de las perriódicas visitas policiales. Rodeado de un marco ancho y marrón, debe conservar el paso fugaz de una adolescente soñadora, demasiado urgida por la vida para desperdiciar preciosos minutos contemplándose.
En el tumultuoso barrio del Congreso, otro escuchó durante dos años preguntas que se reiteraban, como en el cuento de Blancanieves. Sin embargo, el tema no era la belleza: buceaban el sentido de las cosas en el interior de un recuadro dorado, elegante y frío. Memorioso como yo lo creo, aquel espejo debe recordar a una mujer joven que lo compartía con una amiga que luego se esfumó en las tinieblas del tiempo. Y si no lo traiciona el exceso de nostalgia, aún debe estar allí algún retazo del último verano y un vestido largo verdeagua que me vio caminar con ilusiones entre la brisa de la Costanera.
En Flores, un espejo alto y delgado, habitante de la puerta de un placard, debe atesorar una figura alegre como pocas, con una panza creciente mes a mes hasta duplicarse, compartiendo sonrisas y juegos con rutilantes rostros recién nacidos. Flaco como era, igual tuvo cabida a lo largo de los años, para una pequeña que le hacía morisquetas y un bebé que manoteaba cuando estaba enojado para apagar la copia que estaba frente a él. Allá quedó, aunque cada tanto lo convoco para que me regale otro poco de tanto momento feliz.
Acá, en Villa Crespo, un espejo enorme de pared, biselado y sin estrenar, me recibió. Lo recuerdo como el lado oscuro de la luna, y seguramente él me recuerde a mí de igual modo, fiel a su destino de no ser nunca él mismo sino el otro. Se cansó de verme llorar y una tarde, con una excusa cualquiera, se hizo añicos. Ya hace 7 años de eso y contra toda superstición, no me abrumaron las desgracias. Como brotan los principios después de los finales, de ese rompecabezas de imágenes desparramadas en el piso después del estallido, nacieron nuevos espejos. Fueron los primeros en verme peinar canas, me han devuelto cada mañana la aurora de un rostro a veces desvencijado por una noche de insomnio, a veces brillante como una rosa nueva que denota haber sido objeto de riegos y cuidados, a veces desconcertado por un sol que apareció demasiado pronto o una luna que se prolongó demasiado. Pero siempre han visto una imagen de pie, que lentamente se fue amigando con Dios y con la muerte al tiempo que curaba las heridas de sus plantas con los sanadores yuyos del corazón.
Dicen, que en la morada final de los espejos se escucha a veces, en el silencio de la noche, cómo entre risas y murmullos van desenvolviendo una a una las imágenes que guardan, y les ponen música y las hacen bailar. Recomiendo entonces, que desempolve usted sus recuerdos, que los ponga a brillar, le sugiero que los extienda como un puente entre dos almas, que les renueve la luz compartiéndolos un atardecer con algún otro viajero. No sea cosa que, adormecida de olvido, ofendida quizás por tanto tiempo de no ser contada, quede ausente en la fiesta, alguna buena y vieja historia, habitante un día de la plateada luna de su espejo.

domingo, enero 02, 2005

presente

Esencial: que constituye la naturaleza de las cosas,
lo permanente e invariable en ellas,
lo primordial.

Para las mariposas, transformarse. Para las golondrinas, migrar. Para el jazmín, florecer.

Es accidental la heladera, la televisión por cable, el tránsito. Es esencial el abrazo.
Es accidental la luz eléctrica, el calefón, los cigarros. Es esencial la risa.
Es accidental el noticiero, esa ráfaga cotidiana. Es esencial la caricia.
Es accidental el peso de los fracasos. Es esencial la esperanza.
Es accidental el reconocimiento, la felicitación, el aplauso. Es esencial la convicción.
Es accidental la soledad. Es esencial el amor.
Es accidental la ropa que tengo, el maquillaje que uso, los lentes que no compré. Es esencial que haya alguien del otro lado del espejo.
Es accidental la decepción, la frustración, el miedo. Es esencial el aprendizaje.
Es accidental esta arruga del alma. Es esencial el viento que despeja.
Es accidental un manchón en el corazón. Es esencial la serenidad del alma.
Es accidental el tropiezo y la herida. Es esencial ponerse de pie.
Es accidental este obstáculo, esa barrera. Es esencial mirar lejos.
Es accidental el naufragio, este bote y aquel remo destruido. Es esencial el norte, o el sur, la travesía.
Es accidental esta lluvia o este frío. Es esencial el faro, el abrigo de la luz.

O quizás sólo sea esencial este instante, en el que escribo mientras escucho reir a mis hijos, en el que levanto palabra por palabra las maderas de este puente mientras trato de imaginar cómo será la lista que usted haría, sus hechos accidentales y sus hechos esenciales, si será parecida a la mía, si usted también cuando la vida le pisa el freno se pone a hacer cuentas emocionales y descubre, mirando un poco, qué bello regalo es estar vivo, sentir el sol, amar estas cosquillas que indefectiblemente, siempre, nos hacen caminar. Este instante.

son

Tienen que haberse conocido en una noche de luna. No hay luz como esa para que brote un misterio.
No se separan desde entonces: como todas las uniones inexplicables, tienen el signo de la eternidad.
Son diferentes en muchos sentidos: la lágrima se enamora de la lluvia como quien se mira en un espejo; la carcajada se desvive por el sol, que comparte su vocación de amaneceres; la pasión es una ola que avanza desordenando arenas .Pero siempre hay algo en las diferencias, que une.
Tienen un mismo modo de acercarse a la gente: anárquico. Un día empiezan a hacerse notar despacito, cada uno despliega una versión tenue de sí mismo, como tentando al destino. Y uno puede confiarse, tomarse un tiempo, acostumbrarse a su presencia. Otro día se desencadenan feroces como tormentas tropicales, intempestivos, arrasadores. Ellos mandan y uno es arrastrado por un río apresurado y vertiginoso. No se puede elegir si es oportuno, adecuado o conveniente: suceden y nos atraviesan por entero, indiferentes al desparramo que generan. Quizás es lo bueno.
A veces dan miedo, duelen, nos rondan y los esquivamos. Pero no hay nada peor que resistirse.
Cuando están ausentes por mucho tiempo, uno los busca y se esconden, escurridizos, no hay forma de encontrarlos. Se aprende a esperar: siempre vuelven.
Porque la risa, el llanto y el amor son las ruedas sobre las que se desliza, inevitable, la vida. Y son también nuestra oportunidad
de extender el alma
y atrapar el tiempo.

Sume (octubre 2001)

Nunca me costó tanto escribir La Nota, esta conversación que mantenemos mes a mes y que generalmente comienza en estas páginas para continuar en la calle, en un negocio, por teléfono o por mail. No se imagina qué difícil es hilvanar ideas esta vez. Por eso, como si estuviera con un amigo en un café, voy a compartir con usted algunos botones despegados y espero que me ayude a encontrarles su lugar en el abrigo.
Mientras revuelvo el azúcar, le cuento que estoy invadida por el panorama mundial, por los sucesos del 11 de setiembre, por la tristeza y también por todo lo que de algún modo ponen sobre el tapete (la miseria, el abuso de poder, la violencia, la injusticia, la indiferencia…) Demasiados sentimientos se mezclan y ya he escuchado tantas palabras que muchas veces sólo pido un poco de silencio.
Me estoy tomando el primer sorbo un 2 de octubre, justamente el día en el que nacía Gandhi 132 años atrás. Un hombre que peleó por sus convicciones sin abandonar jamás la vía pacífica: decía que era más importante el modo en que actuábamos que lo que conseguíamos. Y lo llamaron Mahatma, “alma grande”.
Quizás usted saboree su taza cerca del 9 de octubre y recuerde entonces que se cumplen 61 años de otro nacimiento: el de John Lennon. Un hombre que soñaba con la paz, autor de “Imagine”, canción en la que habla de un mundo sin países, ni religiones ni posesiones que separen a los hombres, sin “nada por lo que morir o matar”. Y ese tema que recorrió y recorre el mundo y los idiomas, fue entonado por una multitud en las calles de Nueva York, días después del atentado.
El mes pasado, antes de que todo esto se desencadenara, conversábamos acerca de recuperar una hermandad perdida, de recordar la fuerza de nuestras semejanzas. Dígame usted si no hay algo que une todo en este instante, atravesando distintos espacios y tiempos, a Gandhi, a Lennon, la nota de setiembre, a usted y amí… porque da la casualidad que el silencio en el que escribo se ve interrumpido por el canto de un zorzal, que va y viene en el patio de este bar reuniendo hojas y ramas para construir su nido. Pidamos otro café y escuchemos… porque creo que está tratando de decirnos algo.

próximamente

Cinco años viví en un pueblo. Como fueron los primeros cinco, esa parte de mi memoria está sostenida más por lo que me contaron que por los hechos que yo misma puedo recordar, pero hay algunas sensaciones que siempre me remiten a ese lugar de un modo inmediato, indubitable y certero: el aroma a manzanilla, el sonido del tren, los árboles en la vereda con sus troncos pintados de blanco, el olor del pasto mojado y a veces, ese sol apabullante que dejaba como talladas las huellas en el barro.
Últimamente, sin embargo, otro tipo de circunstancias son las que me desencadenan esa extraña sensación de estar en aquel pueblo. Es un “no se qué” que se produce en el encuentro con otros, digamos por ejemplo, cuando el colectivero entre el tránsito y los pasajeros, se hace un momento para contestarme los buenos días, cuando veo en el subte una adolescente charlando como viejos amigos con el chico que reparte estampitas, cuando tengo tiempo para comentar con un vecino de lo perdidos que andan los bueyes, en fin, cuando me siento prójimo por el solo hecho de estar ahí. Cuando el de al lado es mi prójimo sin más requisito que estar cerca. Cuando somos prójimos sin importar el nombre, la ocupación, los antecedentes; más allá de la ropa, el sexo o la edad. Como si por un momento recuperáramos una hermandad perdida y recordáramos la fuerza de nuestras semejanzas más allá de las diferencias.
Es como una flor en un páramo, casi un milagro. El desafío es transformar el páramo en vergel.
Como en aquellos años de la infancia, cuando la familia era el mundo y siempre había amparo para las tormentas, a veces el mundo puede parecerse a una familia. ¿No sería una pena que no lo aprovecháramos?


Prójimo: cualquier hombre respecto de otro.
Próximo: cercano, que dista poco en el espacio o en el tiempo.
Semejante: Aplicado a las personas, significa parcial, allegado, pariente.

el mundo que yo veo

Sábado 9 de junio, 16 horas. Plaza Constitución
El hombre sumerge su brazo en el basurero verde. Escarba, saca algo, lo vuelve a poner. Sigue revolviendo, encuentra un pan… y se lo arroja a las palomas que se abalanzan sobre las migas. Vuelve a meter el brazo, mi colectivo arranca y pierdo al hombre de vista. Que es un modo de decir porque su imagen todavía sigue viajando conmigo.

Domingo 17 de junio, 18 horas, Aeroparque
El hombre es conocido, quizás la cara más visible entre otros muchos trabajadores que defienden Aerolíneas. Sube al estrado, comenta las novedades a sus compañeros. Es el Día del Padre. Al final dice con voz emocionada : hoy a la mañana pensé “me voy a animar: quiero recitarles un poema de Mario Benedetti”. Y casi sin respirar, tropezando a veces con las palabras, va lanzando los versos a la multitud.


Martes 26 de junio, 19 horas, Almagro
La mujer va caminando por una calle poco concurrida y ve un par de muchachos apurando a unos chicos que se ven asustados. Sospecha que les quieren robar algo, se va acercando y les grita: Ey, Ey, ¿qué les pasa con mi sobrino? Quizás la ven decidida, quizás la voz suena demasiado fuerte. El caso es que dicen Nada, nada, y rápidamente dan vuelta en la esquina. A los chicos no les dan los pies para irse a su casa, no salen del miedo. Uno solo después se da vuelta y grita Gracias señora.


Puede ser una pista, como un dato que Alguien nos alcanza para que mantengamos a flote la esperanza. En medio de la pobreza, de la incertidumbre, de la angustia: el simple ladrillo, la gota que suma.

En medio de la adversidad, abrir el corazón.

fríos de sábado por la noche

Un hombre solo en una ciudad inhóspita se asoma a su balcón. Cientos de ventanas responden esa noche a su mirada, encendidas todavía. En cada una imagina una familia sentada a la mesa, imagina un encuentro de amantes, imagina un abuelo con su nieto, imagina una mujer acunando a su bebé. Lo que no puede imaginar es un hombre solo.
Un hombre solo en una ciudad inhóspita se acuesta en su cama. Recuerda cuando jugaba a saltar en su colchón. Recuerda cuando compartía el cuarto de su infancia. Recuerda cuando compartía la almohada con perfume de mujer. Lo que no puede recordar es cómo hacer para estar solo.
Un hombre solo en una ciudad inhóspita se queda dormido. Sueña que corre por oscuros pasadizos, sueña que la garganta se le desborda de voces, sueña sus pasos en el pasto, sueña que salta al vacío, que flota y que se ríe. Lo que no puede soñar es despertarse solo.
Un hombre solo en una ciudad inhóspita abre los ojos en la mitad de la noche. Se levanta, cruza la puerta y sale. La luna lo acompaña por calles solitarias, lo alumbra en el cordón de la vereda. Él le dispara lágrimas y preguntas. Lo que no puede hallar son las respuestas.
El hombre solo en la ciudad inhóspita emprende el camino de regreso. Pero inesperadamente se cruza con unos ojos de mujer: la mirada lo abraza y lo rescata, el amor lo despierta. Ahora sus pasos tienen abrigo y vuelve a mirar el cielo estrellado y se le ocurre pensar que si hay algo que en el Universo no hay, es soledad. Y ahora recuerda y ahora sueña y ahora tiene un mañana. Y ahora sí, puede imaginar un hombre solo. Imagina un hombre solo en un balcón y quisiera buscarlo para decirle que se equivoca. Quisiera encontrarlo para decirle que hay ciudades inhóspitas y dolores inexplicables pero no importa cuánto frío haga, cuánta noche
siempre en algún lugar
hay alguien,
hay otro.

de donde todo nace

Miré por un ojo de buey y el mundo se veía dorado, luminoso y había que cruzar el mar para llegar. Busqué el horizonte desde un ventanal y había una estación y trenes inalcanzables. A través de los cristales que detenían el paso hacia el balcón, el mundo fue una cúpula, varios techos rojos y una avenida que empezaba a convertirse en amigable.
Un día salí de las ventanas, atravesé la puerta y descubrí la vereda de enfrente. Y además había esquinas y plazas, diagonales, rutas inexplicables. Seguí cambiando el punto de mirada: me subí a edificios altos y me asomé desde los sótanos y los huecos de las historias. Miré desde las raíces obligada por mis tropiezos. Miré desde las orillas y desde el medio del río. Miré a través del círculo que dibujó mi mano en vidrios empañados y miré desde el escondite de vidrios espejados. Miré con un ojo solo y después con el otro, con ojos entrecerrados y muchas veces, con ojos nublados. Miré con paso quieto y también miré apurada: algunas cosas las vi venir, otras me vinieron por sorpresa. Miré por los ojos de los que amaba y descubrí que el corazón también miraba, y se miraban los aromas de la tierra y los sonidos de las cosas…
Pero cuando miré con los ojos cerrados, vi por dentro y una luz dorada se tragó todas las palabras. Como si fuera la esencia del brillar, se desplegó infinita barriendo las oscuridades más profundas: alumbró un desfile sin tiempo de esquinas, trenes, puertas, horizontes, historias y hasta vi desde ese mar aquel ojo de buey, y detrás de él estaba yo, que miraba. Miraba y miraba sin saber que cuando no mirara, iba a empezar el camino de entender.

que te quiero verde

Hay árboles que crecen con dificultad. Puede vérselos cargados de ramas indecisas y hojas vapuleadas por los vientos. Hay árboles que crecen imponentes, vigorosos, con una clara vocación de alcanzar el espejismo del cielo. Hay árboles de raíces a la vista, como si precisaran que todo el mundo sepa de donde vienen.
Hay árboles generosos, que desparraman sombra y cobijo; otros esconden sus heridas, como si mostrarlas les produjera un nuevo dolor. Hay árboles solitarios, que sostienen su voz en medio de un claro. Algunos, en cambio, crecen enredados con otros, y quizás nunca conocieron otra forma de ser árbol. Hay árboles que tuercen su camino inexplicablemente, como si una súbita confusión les hubiera hecho creer que el norte y el oeste son distintas vías para llegar al mismo lado. Hay árboles que crecen soberbios y no permiten nada a su alrededor. Hay otros, al contrario, que protegen a los más pequeños, más débiles o simplemente más necesitados. Hay árboles que agonizan y renacen, hay árboles que le hacen frente a todas las tormentas, hay árboles que entristecen y árboles que reconfortan...
Yo tengo un árbol. O, mejor dicho, convivo con un árbol que está en la casa desde antes de que yo llegara. Tiene una historia que desconozco, pero es fiel como no lo ha sido nada nunca. Ha visto mis mejores y peores mañanas, ha sido compañero de alguna de mis noches más negras, en las que casi dejé un surco caminando en busca de una explicación a alguna cosa. Pero tampoco ha faltado a ninguna de mis fiestas, presente a su manera con una guirnalda o enarbolando una luz. Siempre que fui con alguna pregunta, supo mostrarme alguna respuesta: su generosidad es ilimitada; su sabiduría silenciosa, inagotable. Hace mucho tiempo que me inspira un agradecimiento profundo: yo casi no le he dado nada más que mi mirada, alguna caricia, apenas unos momentos de compañía en tardes lluviosas. Y sin embargo, no me falla, resiste dificultades, insistentemente me regala sus flores y sus pájaros. No me juzga, no me condena por mis errores, y haga lo que haga, está a mi lado. Le doy lo que puedo, me brinda lo que es. Si eso no es amor ¿cómo se llama?